Por Natalia Navarro
Sobre el taller de Promotores Sociales del CEJ de Rosario
Turista: Persona que recorre un país por recreo o distracción
Idiota: Ayuno de toda instrucción
Ciudadano: El que está en posesión de los derechos de ciudadanía
Dicen que los mejores momentos de la vida son aquellos que no se planifican. Dicen que la casualidad hace de las suyas, convirtiendo lo que parece eventual en causal. Algo de eso me pasó cuando desembarqué en el Centro de la Juventud, buscando “algo que hacer” recién iniciando mi exilio voluntario en Rosario, esa pequeña Babel enclavada a orillas del Paraná.
Contrariamente a lo que pensaba, había mucho (demasiado quizás) para “hacer”. Cómo elegir ante tantas posibilidades, me preguntaba. En ese momento decidí priorizar aquellas actividades que pudieran significar un “progreso” para mí y para mi profesión periodística. Pero ese parámetro no me llevó a buen puerto: lo que elegí según ese criterio terminó siendo mucho menos de lo que esperaba.
Primera lección que me enseñó Babel: no siempre lo que nos conviene, es lo que nos hace más felices, ni lo que nos hace mejores personas. Ese primer cambio de rumbo me llevó, casi sin planearlo al taller de Coordinadores Juveniles (Y digo casi, porque echando un vistazo rápido, el hambre que alimentaba mis ganas de hacer me tentaba a ir por ese lógica ligada a lo social/militante, que había adquirido antes de mi huida). De allí al Taller de Promotores Sociales solo hubo un paso.
En un principio, era extraño estar allí. Quien recién llega a esta jaula de cemento espera (y se encuentra) con gente apurada, malhumorada, que pelea cuando hay mucho tráfico o te hace mala cara cuando no tienes cambio en monedas. Lo que encontré en este espacio fue, en cambio, algo totalmente distinto porque las personas que estaban allí me trataban como si me conocieran desde hace mucho tiempo.
Es que la mística que nos une a quienes compartimos esto es, creo, la comprensión de algo fundamental para “quienes estamos en esta” (y también para quienes sobrevivimos en esta ciudad): el reconocimiento de las diferencias como instancias de construcción de derechos. Sí, leyeron bien, dije “construcción”, porque a pesar de lo que nos enseñan en la escuela y las teorías jurídicas que los definen como facultades (algo que uno puede decidir hacer o no), los derechos no son dádivas que se utilizan cuando se nos antoja o no. Son la consecuencia grandes y pequeñas luchas, diarias e históricas, que se van forjando por cada unx de nosotrxs.
Y aquí es donde me remito al título. Aquí es donde nos damos cuenta que durante mucho tiempo hemos sido “turistas”: observadores despreocupados de la realidad, que la viven cual viajeros de paso, retratando y filmando lo que sucede para mirarla o (ad)mirarla, pero nunca para actuar sobre ella.
O, en el peor de los casos, descubrimos que hemos sido “idiotas”. En su acepción originaria, el idiota es aquel que no se preocupa por la cosa pública. Pero a diferencia del turista (quien se sensibiliza por los problemas, pero se siente impotente ante ellos), para el idiota concibe al “otro” como alguien amenazante. Ese otro, que es, se mueve, se viste o actúa de formas que no me gustan; ese a quien veo y luego me cruzo de calle, quien le niego la palabra solo porque no me gusta su cara. El idiota no solo no acepta las diferencias, por el contrario, las anula, las destruye.
Pero aun queda otra alternativa, que es la que nos hemos esforzado por construir desde este espacio: el ciudadano, que es aquel que reconoce y se reconoce en los otros, como sujetos de derecho. Sabe que las diferencias son el único elemento en común con el resto. No es perfecto, pero es el único capaz de construir a partir de la diversidad.
Actuando a veces como idiotas, observando solo como turistas, comprendimos que la mejor manera de habitar esta ciudad esta Babel es caminarla, verla y oírla con pies, ojos y oídos de ciudadano.
Luego hubo muchísimas otras cosas más dignas de reseñar, pero que los tiempos de Internet me impiden nombrar ahora. Pero son estas categorías las que, a mi parecer, nos permitieron comprender y reconocernos en la trama social de los tiempos infaustos en los que vivimos.
Y es que no es fácil admitir que somos, que debemos ser lo mas humanamente parecidos a un ciudadano. Reconocerlo es como tener una bomba en la mano, que está a punto de estallar. Unx puede decidir torrarla a un lado y dejar que los demás se quemen con ella; o podemos optar por sostenerla, afrontar el riesgo y hacer todo lo posible para que no estalle o al menos no provoque tanto daño.
En tiempos de desigualdad, indiferencia y apatía, instar a la participación, no como punto de partida sino también como punto de llegada, apostar al juego con la confianza de que del otro lado hay algo (ya sea bueno o malo) que espera ser sacado, (como en este hermoso espacio nos han enseñado ha hacerlo) es reivindicar nuestro deseos de construir una ciudadanía desde las diferencias, de derrocar los lugares comunes que nos estigmatizan, de confiar que desde lo pequeño también se puede transformar la realidad (aunque sea un poquito). Es en definitiva apostar al “otro”. Que así sea.
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